Mientras los padres, una hermana de diez u
once años y otro hermano de algo menos rebuscaban eficientemente en la basura, la más
chica de la familia había encontrado entre los despojos un cuento y estaba sentada en el
bordillo de la acera enfrascada en la lectura —o la contemplación sin más, porque quizá
era demasiado chica para saber leer. Esto no es un recurso facilón; fui testigo y no
contó con aditamentos narrativos ni de crudo invierno ni de suburbio apartado porque
sucedía en el centro de una gran ciudad, y el que tuviera lugar en tiempo de una crisis
económica devastadora simplemente ni le ponía ni le quitaba. Pero desde aquella noche
recién empezada se me borraron todas las dudas sobre el sentido, la utilidad y la
necesidad de cultura; porque fue para ver la placidez de aquella criatura con «su
cuento». De manera que ahora probablemente no sea necesario pensar la cultura.
Lo que llamamos «cultura», lo que entendemos por ella o, mejor aún, lo que percibimos
que contiene, está bien pensado en la historia contemporánea. Vivimos además un
tiempo de potencialidad cultural innegable tanto por lo producido en pasado y
presente cuanto por la capacidad que venimos adquiriendo para acceder a todo ello.
No, no hay que «pensar la cultura» como si esta fuera una realidad insatisfactoria,
como si nos resultara insuficiente para seguir adelante o nos sintiéramos atrapados
por ella en una maraña totalizadora en la que no viésemos expectativa. En todo caso
merece reflexión que, conscientes de este estado de cosas, alcancemos a intuir que
la disponibilidad de la cultura siga siendo desigual y no sólo en los planos
internacional y planetario sino en términos de clase y posición social. Merece
reflexión que el período de la humanidad con mayor expansión de las comunicaciones
entre sociedades y personas conviva, no sé si insensiblemente, con inequidades
culturales que eran conocidas hace cincuenta o cien años y que persisten.
Las razones de este escenario —a nivel global, como nos gusta ponderar hoy día— si no
son del todo asumidas, por lo menos, están al cabo de la calle: la riqueza sigue
peor repartida y la pobreza sin mitigar, corporaciones económicas prevalecen sobre
cualquier progreso democrático, el bienestar sucumbe —en las pocas sociedades que
llegaron a disfrutarlo— y la codicia sigue desplazando a la honestidad. Esto sucede
en todas las esferas de la vida contemporánea, incluida la actividad cultural.
Seguramente por eso la «cultura» no tiene instrumentos propios, ni arrestos ni
argumentos para cambiar el orden de las cosas o de algunas siquiera; ella misma es
un resultado más de la historia y de cómo ha sido precisamente que la historia nos
ha traído hasta aquí. Ahora bien, lo que puede que haga falta es ir discriminando
cosas e ideas que en el trayecto se han ido acumulando en la cultura sin mucho
orden, porque puede que algo no esté donde corresponde, o que se haya dejado por ahí
sin miramientos, sin pensarlo. Circula una sensación de que la cultura ha devenido
en cajón de sastre al que va a parar, sobre todo, cuanto se considera que apenas
tiene, o que ha perdido valor comercial inmediato. Cultura ha llegado a ser tanto el
catálogo de las grandilocuencias como la nómina de lo anecdótico, la gloria del
conocimiento humano lo mismo que la ocurrencia chocarrera, tanto ideas como
aparatos, la belleza insólita y las truculencias seriadas, la reverencia ante
Velázquez y mamarrachos en disfraz de cómic. ¿Cómo no comprender que algunas —más de
las publicadas, seguramente— de las mentes más lúcidas expresen alarma y desaliento,
aun dejándose abierto el desván de estos o aquellos prejuicios? Pero a la vez, ¿cómo
no entender la impaciencia de catervas aupadas en una «creatividad » demagógicamente
repartida, aunque su malestar desemboque con descaro en prueba de inmadurez e
insuficiencia? ¿Cómo no quedar en suspenso, si parece que la cultura ha quedado para
consolación de ignaros de un mundo narciso en competencia consigo mismo? La cultura,
el conocimiento al fin y al cabo, más que comprensión parece que ahora ofrezca
incertidumbre. Visto el caso, en Atalaya me han retado a proponer dónde le estaba
brotando el desasosiego
a la cultura, y a nombrar incertidumbres con términos concretos. Es un duelo sin
padrinos pero también incruento.
Posiblemente la primera pista del asunto estaba en la sensación de alejamiento del
humanismo que parece aquejarnos, porque en la función universitaria humanismo es una
meta tan antigua como inalcanzable especialmente desde que toleramos su confusión
con moralidad, incluso con religiosidad modernizada, y también desde que nos dejamos
formar como especialistas antes que documentados. Que el centro de atención del
conocimiento se oriente a la mistificación mercantil, al panegírico de la máquina o
a la enajenación global, alejándose del hombre es fuente de inquietud cultural; sin
duda. Como también esa otra sensación de desapego del pasado, de aprensión ante la
memoria o la historia tachadas de vendavales cambiantes, caprichosos cuando no
interesados, que ha conducido a un adanismo condenado al ocaso temprano.
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Léxico de Incertidumbres Culturales